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El Manu, el Parque Nacional con mayor biodiversidad


"Mirad el silencio de los pájaros / escuchad el perfume de las flores”. El poeta Jorge Eduardo Eielson me acompaña en este viaje. Por azar metí en la mochila uno de sus libros y ahora, mientras el bote avanza por última vez por el río Alto Madre de Dios, en la selva baja, leo esos versos y pienso en la experiencia multisensorial que viví durante los cinco días que estuve en el Parque Nacional del Manu, el lugar con mayor biodiversidad del planeta. Un ecosistema con veinte mil tipos de plantas, 1.025 especies de aves registradas y 227 de mamíferos. Hay más animales que personas, lo cual, por momentos, es un alivio. Todo en un terreno de 1’881.220 hectáreas, equivalente al tamaño del país de Gales o a la mitad de Suiza. Gigante y tan boyante que las sensaciones se yuxtaponen, como en los versos de Eielson.

ENCANTOS DE LA SIERRA

La travesía empezó en el Cusco. Salimos a las 5:30 a.m. y nos dirigimos hacia el sureste, donde en el pasado se erigió el Antisuyo. Una limeña, dos franceses y tres ingleses formaban el grupo de la agencia Greenlands Robles. Dato demográfi co: el 60% de los viajeros que van al Manu suelen ser extranjeros. Pasamos por los distritos de San Jerónimo, Saylla, Huasao (famoso por sus brujos) y llegamos, en una vía bien asfaltada y acompañados por el río Huatanay, a Oropeza. Este pueblo es conocido por sus panes. El chuta, redondo y grande, salió del horno de barro y mató el hambre matinal. Aunque el desayuno oficial llegó una hora después, en Huancarani, a 3.650 m.s.n.m.

El guía era Simon (/Saimon/), un hombre risueño que decía conocer la ruta mejor que su vida. El trayecto era una suma de maravillas. Ninamarca, conjunto de treinta chulpas de los lupacas, hombres que vivieron en el siglo III d.C., es el primer punto histórico. Actualmente, los cerros se tornan amarillo verdosos y se aprecia, a lo lejos, el nevado Pitusiray, de casi 5.400 metros de altura. Paucartambo aparece después, con sus casitas coloniales, sus callejuelas y esa plaza central donde hay estatuas doradas de hombres en pleno baile. Visitamos el mercado, cruzamos el río Mapacho por un puente de piedra, e ingresamos a un museo donde se leían mitos en las paredes

Si vas entre junio y agosto, verás desde lo alto, en Tres Cruces, el maravilloso amanecer que brota y da la sensación de ver dos soles nacientes. Nosotros seguimos la ruta y vimos cómo el paisaje de la sierra iba transformándose en selva, sobre una trocha serpenteante. Acjanaco fue la puerta de ingreso al parque nacional, donde almorzamos, sobre unos troncos, solitarios en kilómetros a la redonda.

EL INGRESO AL MONTE

El Manu fue explorado por vez primera en el siglo XVI, cuando Juan Álvarez Maldonado buscaba el Paititi, un supuesto reino incaico perdido en la selva. Recién el 29 de mayo de 1973 el Estado lo declaró Parque Nacional y, en 1987, le recayó el título de Patrimonio Natural. Desde entonces han llegado algunas buenas iniciativas que mezclan la investigación, preservación y el turismo. La Asociación para la Conservación de la Cuenca Amazónica (ACCA), por ejemplo, tiene tres estaciones biológicas. La primera es Wayquecha, con 700 hectáreas y 25 km de trochas para explorar. Hay una fauna diversa (venados, osos, pumas y muchas aves, incluido el gallito de las rocas). Cuenta con un albergue y otros atractivos, como canopy y un puente colgante.

También se puede seguir por la carretera, en el valle de Kosñipata, hasta Chontachaca, donde también hay hospedajes. O llegar hasta el pueblo de Pilcopata, famoso en la época de los incas por su deliciosa hoja de coca. Las alternativas allí crecen. Si quieres tener la experiencia del turismo vivencial, pregunta por la Reserva Haramba Queros Wachiperi. Hay programas de cuatro días que incluyen actividades culturales y ecológicas. Si lo que quieres es seguir la ruta, busca el Mirador Lodge, una construcción de madera que mira al monte y por donde se pueden hacer paseos nocturnos para ver ranas y serpientes. Nosotros dormimos allí.

LA SELVA ENCANTADORA

Desde el segundo día todo es casi indescriptible. Para quien vive en la ciudad, es complicado describir con el lenguaje de todos los días algo que tiene una inusual belleza. Pero se intenta: salimos temprano y tras unos minutos llegamos al centro de rescate Dos Loritos, en el sector Pelayoc. Había monos (Rosita era la más engreída), coatíes, sajinos, tapires, guacamayos, boas y más. Se paga solo una colaboración voluntaria que le sirve a César, el propietario, para cuidar a los animales que, luego al crecer, devolverá a la selva. Tras una hora de caricias y fotos partimos al pueblo de Atalaya y nos embarcamos en unas balsas a motor.

Por el río Alto Madre de Dios se llega a la comunidad de Shipetiari y a su albergue Pankotsi; también a los baños termales y las cuevas de Shintuya, tierra de la etnia haramkbut. Nosotros fuimos hacia la cocha Machuwasi y navegamos por S/. 12 en botes pequeños por el área acuática de tres hectáreas. Vimos muchas aves, como el sansho (prehistórico) el camungo y la oropéndola. La aventura siguió por el río Palotoa, hacia el Manu Rainforest Lodge. Desde allí, por lo bajo del caudal, abordamos peque peques para seguir el viaje.

Para el tercer día, nos internamos en la Reserva Ecológica Robles, un lugar de 550 hectáreas y que tiene una diversidad impactante. Dicen las estadísticas que si uno camina por el Manu es posible que vea 220 árboles en solo una hectárea (en los parques de Estados Unidos, muy bien conservados, son apenas 20), y no es una exageración. Para ver a los animales hay que tener suerte e ir con la guía adecuada. Simon solía hacer sonidos guturales, como si fuera un ave o un mono. De vez en cuando funcionaba y los animales se acercaban. Allí nos instalamos en una plataforma que hacía de comedor y sitio de descanso. Para dormir, fuimos hacia una casa suspendida sobre un árbol. Lo que parecía un sueño de niño, alimentado por la lectura de la novela el “Barón rampante”, se hizo realidad: se podía vivir en las alturas dentro del bosque. Por la noche hicimos una caminata de dos horas, aislados por completo de lo que se llama civilización y vimos muchas variedades de insectos y algunas serpientes.

En el cuarto día madrugamos. Dejamos los mosquiteros y las literas, y fuimos hacia el río para ver el baile de los guacamayos y los loros en sus collpas. A veces, si hay suerte, salen nutrias del agua, pero ese día no. Hubo quienes descansaban en la orilla, o meditaban. Simon, con su libro “Birds of Peru”, explicaba toda la variedad que vive en esta zona. Y así la visita se iba acabando, al menos para nosotros. Quedaba aún el camino de retorno, una noche más en el Manu Rainforest Lodge y todo el trayecto por Kosñipata, Paucartambo y Ninamarca hasta el Cusco. Pero es mejor quedarse con esa sensación de conexión con la naturaleza que emociona y hace sentir al corazón sonando alto, entre las nubes, como un cañonazo. Eso también lo escribió Eielson.



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11/29/23:  Lecture: History of Art

 

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